La función en el Teatro Carlota empezaba a las ocho y proseguía en sesión continua, hasta las dos de la madrugada, aunque el horario de cierre solía experimentar variaciones dependiendo de la afluencia de público y del ánimo de los artistas. Si un espectador llegaba a las ocho, con el mismo boleto podía ver varias veces el show o dormir hasta que el acomodador lo echara ya entrada la madrugada, cosa que solían hacer los campesinos de paso por Santa Teresa que se aburrían en las pensiones o, más comúnmente los chulos de las putas que trabajaban en la calle Mina. los que iban a disfrutar del espectáculo se sentaban por regla general en la platea. los que iban a dormir o a hacer negocios se acomodaban en la galería. Allí las butacas estaban menos desvencijadas que abajo y la iluminación era menor, de hecho la mayor parte del tiempo la galería estaba sumida en una penumbra impenetrable, al menos desde los asientos de platea, rota únicamente cuando el iluminador de algún número bailable hacía jugar de forma más bien caótica los reflectores. Entonces los haces de luz roja, azul y verde iluminaban cuerpos de hombres dormidos, parejas entrelazadas y corros de macrós y ladrones de poca monta comentando las incidencias del atardecer y del anochecer. Abajo, en la platea, el ambiente era radicalmente distinto. La gente iba a divertirse y llegaban buscando los mejores asientos, los más cercanos al escenario, cargados con latas de cerveza y surtidos de sandwiches y mazorcas de maíz que comían, previamente embadurnadas de mantequilla o crema y espolvoreadas de chile o queso, ensartadas con un palito. Aunque el espectáculo era para mayores de dieciséis años no era raro observar parejas que llegaban acompañadas de sus hijos pequeños. Los niños, según el criterio de la taquillera, no eran aún demasiado mayores como para que el show pudiera afectarles en su integridad moral y sus padres, por carecer de niñera, no tenían por qué perderse el milagro de la voz ranchera de Coral Vidal. lo único que se les pedía -a ellos y a sus progenitores- era que no trotaran demasiado por los pasillos mientras se desarrollaban los números artísticos.
Esa temporada las estrellas eran Coral Vidal y el famoso y viejo mago Alexander. El striptease comunicativo, que fue lo que llevó a Amalfitano al Teatro Carlota, era, en efecto, algo de apariencia nueva, al menos en teoría, fruto de la inventiva del coreógrafo y primo hermano del propietario y empresario del Teatro Carlota. Pero en la práctica no funcionaba, aunque su creador se negaba a admitirlo. Consistía en algo bastante simple. Las striptiseras salían completamente vestidas y provistas, asimismo, de un juego de ropa extra que tras mucho pelear y porfiar embutían encima de la ropa de un voluntario más bien remiso. Luego comenzaban a quitarse sus prendas mientras que el espectador que se había prestado al número era invitado a hacer lo mismo. Esto terminaba cuando las artistas quedaban en cueros y el voluntario por fin lograba deshacerse, con torpeza y en ocasiones con violencia, de sus ridículas túnicas y ropajes.
Y eso era todo y si no hubiera aparecido súbitamente, casi sin transición y sin presentación ninguna, el famoso mago Alexander, Amalfitano y Castillo se habrían marchado decepcionados. Pero el mago Alexander era otra cosa y hubo algo en su forma de entrar en el escenario, en su forma de moverse y en la manera en que miró a los espectadores de la platea y de la galería (un vistazo de viejo melancólico, pero también un vistazo de viejo con mirada de rayos X que comprendía y aceptaba por igual a los entendidos en los juegos de manos, a las parejas de obreros con niños y a los macrós que lanzaban desesperanzadas estrategias de largo alcance) que hizo que Amalfitano se mantuviera pegado a su butaca.
Buenos días, dijo el mago Alexander. Buenos días y buenas noches, amable público. De su mano izquierda brotó una luna de papel, de unos treinta centímetros de diámetro, blanca con estrías grises, que comenzó a elevarse, sola, hasta quedar a más de dos metros de su cabeza. Por su acento, Amalfitano comprendió rápidamente que no era mexicano, ni latinoamericano o español. El globo, entonces, explotó en el aire y de su interior cayeron flores blancas, claveles blancos. El público, que parecía conocer al mago Alexander de otras funciones y estimarlo, aplaudió generosamente. Amalfitano también quiso aplaudir, pero entonces las flores se detuvieron en el aire y, tras una breve pausa en la que permanecieron detenidas y temblorosas, se reordenaron formando un círculo de un metro y medio de diámetro alrededor de la cintura del viejo. La cosecha de aplausos fue aún mayor. Y ahora, distinguido y respetable público, vamos a jugar un poquito a las cartas. Sí, el mago era extranjero y de otra lengua, pero de dónde, pensó Amalfitano, y cómo ha venido a parar a esta ciudad perdida siendo tan bueno como es. Tal vez sea texano, pensó.
El truco de las cartas no era nada espectacular, pero consiguió interesar a Amalfitano de una forma extraña, que ni él mismo comprendía. En el interés había expectación, pero también miedo. El mago Alexander, al principio disertaba desde arriba del escenario, con una baraja que tan pronto estaba en su mano derecha como en su mano izquierda, sobre las virtudes del buen jugador de naipes y sobre los peligros sin cuento que a éstos acechaban. Una baraja, salta a la vista, decía, puede llevar a un honrado trabajador a la ruina, a la indignidad y a la muerte. A las mujeres las lleva a la perdición, ya me entienden, decía guiñando un ojo pero sin perder el aire solemne. Parecía, pensó Amalfitano, un predicador televisivo, pero lo más curioso era que la gente lo escuchaba con interés. Incluso arriba, en la galería, algunos rostros patibularios y soñolientos se asomaban para seguir mejor las evoluciones del mago. Éste se movía, cada vez con mayor decisión, primero sobre el escenario y después por los pasillos dela platea, siempre hablando de las cartas, de la némesis de las cartas, del gran sueño solitario de la baraja, de los mudos y de los charlatanes, con ese acento que no era, definitivamente, texano, mientras los ojos de los espectadores lo seguían en silencio, sin comprender, supuso Amalfitano (él tampoco lo entendía y tal vez no hubiera nada que entender), el sentido de la perorata del viejo. Hasta que de pronto se detuvo en medio de uno de los pasillos y dijo vamos a empezar, ya está bien, no les robo más paciencia, vamos a empezar.
Lo que sucedió a continuación dejó a Amalfitano boquiabierto. El mago Alexander se acercó a un espectador y le pidió que buscara en el bolsillo de su pantalón. El espectador eso hizo y al salir su mano llevaba una carta. De inmediato el mago instó a otra persona de la misma fila, pero mucho más alejada, que hiciera lo mismo. Otra carta. Y luego otra, en otra fila, y todas las cartas iban formando, coreadas por las voces de los espectadores, una escalera real de corazones. Cuando solo faltaban dos cartas, el mago miró a Amalfitano y le pidió que buscara en su billetera. Está a más de tres metros, pensó Amalfitano, si hay truco debe ser muy bueno. En su billetera, entre una foto de Rosa a los diez años y un papel amarillento y arrugado, encontró la carta. ¿Qué carta es, señor?, dijo el mago mirándolo fijamente y con ese acento tan peculiar que a Amalfitano le costaba tanto identificar. La reina de corazones, dijo Amalfitano. El mago le sonrió como le hubiera hecho su padre. Perfecto, señor, gracias, dijo, y antes de darle la espalda le guiñó un ojo. Era un ojo ni grande ni pequeño, de color marrón con manchas verdes. Luego avanzó un paso seguro, diríase triunfal, hasta la fila en donde dos niños dormían en brazos de sus padres. Tenga el favor de descalzarme a su hijito, dijo. El padre, un tipo flaco y nervudo y de sonrisa amable, descalzó al niño. En el zapato estaba la carta. A Amalfitano se le cayeron las lágrimas y los dedos de Castillo rozaron con delicadeza su mejilla. El rey de corazones, dijo el padre. El mago asintió con la cabeza. Y ahora el zapato de la niñita, dijo. El padre descalzó a la niña y mostró en el aire otra carta, para que todo el mundo la viera. ¿Y qué carta es esa, señor, si es tan atento? El comodín, dijo el padre.
Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía.