sábado, 30 de abril de 2011

"Los máximos de un arte lleno de frescura creativa", un artículo de Bernardo Palomo.

El Arte Contemporáneo, afortunadamente, no se ciñe a estrictos y únicos
postulados; sus leyes se rigen por otros parámetros que abren horizontes
mucho más diáfanos y se adentran en los más puros estamentos que dictan la
emoción. Por eso, la obra de Julio María Castilla Arocha es ajena a 
estructuras
rígidas, a los sistemas representativos al uso, a los habituales esquemas
ilustrativos. Por sus amplios y variados registros compositivos se
desarrollan procesos plásticos que posibilitan márgenes creativos infinitos
donde tienen cabida los más especiales asuntos. Por ellos se adentran
circunstancias que dejan suspenso el relato normal del acontecimiento
representado y asume una nueva potestad en la que lo plástico patrocina su
más absoluta dimensión.

En la obra de Julio María Castilla  Arocha se acondiciona continente y 
contenido en
una experiencia única cuya entidad plástica ejerce su más determinante
función. Elementos de muy dispar naturaleza se aúnan en una conjunción de
formas que posibilitan una obra abierta de contundentes perfiles matéricos y
situaciones estéticas que posibilitan muchas más miradas que las que plantea
la mera realidad presentada. Además, los trabajos de este artista no se
ajustan a las rigurosas e intelectualistas  exigencias que algunos imponen a
lo artístico, sino que ofrecen desenlaces llenos de frescura, de máximos,
incluso de marginalidad ? entendida esta por pasional testimonio de una idea
llevada a sus registros más extremos -, trabajos que amalgaman estilos y
tendencias, que rompen postulados y diluyen las fronteras de un arte que al
que el autor  dota de suprema entidad plástica.

             Las piezas de Julio María Castilla  Arocha se salen de los límites
habituales de un arte con demasiadas ataduras. El artista se posiciona en
esa línea donde lo auténticamente válido es el poder del acto creativo. Sus
obras adoptan aquellas fórmulas que siempre han hecho fortuna en un arte sin
complejo y sin tiempo: cualquier realidad artística, por mínima que esta
fuere, debe presentar los argumentos perfectamente acondicionados en fondo y
forma y portadores de la más absoluta verdad. ¡Aquí lo tienen ustedes!

  Bernardo Palomo.

martes, 19 de abril de 2011

Julio María Castilla Arocha

   -¿Adónde vamos?
   -Al cine -gritó Lisette-, puedes ir al cine. Tu padre te permite ver una película exótica.
   Enrojeció nuevamente de placer y empezó a andar a pasos todavía más rápidos, de modo que mi brazo se alargó y, como si fuera un dragón de papel, remolineaba detrás de ella por el camino hacia la parada del tranvía. El sol se ocultó tras los campos de cereales y me tiñó de rojo, y los cabellos de Lisette ardieron más que nunca. Entonces nos sentamos en el tranvía y yo hice correr el coche arriba y abajo del banco de madera. Una vez dentro del cine -nunca había estado en ninguno-, noté que Lisette me había dejado solo. Me acomodé en la butaca y miré en todas direcciones, pero los numerosos niños de la sala me impedían ir a buscarla y, además, la película empezó casi enseguida, primero con un centelleo confuso, una niebla de la que surgió poco a poco -probablemente el hombre de la cabina de proyección giraba con lentitud sus objetivos- un paisaje, campos de arroz por los que avanzaban unos bueyes conducidos por un muchacho de sombrero  de paja. Más al fondo se veía la torre de una pagoda. La película representaba la vida de este muchacho que, debo decirlo, se parecía tanto a mí, como vi poco después en un primer plano, que lancé una exclamación y los niños de derecha e izquierda se fijaron en mí y me señalaron, cuchicheando, aunque el niño de la película tenía la piel mucho más oscura y los ojos negros. De todos modos, la película era en blanco y negro. El corazón empezó a latirme más de prisa. En el país de pantalla, India o Siam, reinaba la guerra. Monstruos acorazados atacaban detrás del horizonte, destruían imperios y mataban pueblos enteros, pero allí, en los arrozales, reinaba una paz profunda. Nubes en un cielo alto, murmullos de agua, música de flauta de bambú y aquí y allá un vecino que pasaba lejos remando en su barca y saludaba con la mano. El niño y su madre, una mujer grácil con una mancha roja en la frente, dormían en una cabaña de junco sin el padre, quien -solo lo mencionaron una vez, como de paso- vigilaba un puente de ferrocarril en la remota Manchuria u observaba con prismáticos una planicie  por la que el viento levantaba nubes de polvo. Cuando el niño no estaba con los bueyes o con la madre -que no obstante se hallaba siempre cerca de él-, saltaba por los caminos entre los arrozales anegados, buscaba ranas y pulgas de agua y en una ocasión vio al guardabosques, que había atrapado una liebre, sujetarla por las patas y golpearlas contra las piedras del camino. El niño se quedó inmóvil de terror y el guardabosques se rió entre dientes y mostró al niño el cráneo ensangrentado de la liebre. Pero pronto volvió a lucir el sol y el niño vio unas garzas levantando pesadamente el vuelo. Acompañó a su madre por el arrozal, que para él era un mar profundo que le llegaba hasta la barbilla cuando quería sacar lombrices de las plantas. Entre sus piernas nadaban peces. De pronto vio correr a su padre, como si huyera, por el terraplén que conducía a su casa desde el camino, y cuando él llegó a la cabaña de juncos, su padre iba sin uniforme ni sable y estaba encima de su madre, que no estaba desnuda pero que, extrañamente, no se defendía, sino que seguía con los ojos cerrados y la boca abierta todos los movimientos de él, retorciéndose y suspirando, de modo que el niño, y con él todos los niños del cine, no pudieron gritar "¡Papá! ¡Papá!" y aún menos "¡Mamá!", y así, bajaron la mirada y volvieron la cabeza, exactamente igual que la cámara, que ahora -con los suspiros ya muy lejanos- enfocó el suelo, el taparrabos y las sandalias del padre, y luego siguió al muchacho hasta la parte posterior de la cabaña, donde éste cortó nenúfares con la espada de su papá.


Urs Widmer, El sifón azul.
Diseño del cartel: Lucio Gat.

domingo, 6 de marzo de 2011

"PRIMAVERA-PINCELADAS DE ESCULTURA"

Un avión. Ahora, cuando duermo, aparece un avión. Antes eran trenes los que recorrían mis sueños. Mis pesadillas estaban llenas de trenes.
Trenes que llegaban. Trenes que partían. Traían pasajeros. Y luego se alejaban vacíos.
Ahora han desaparecido los trenes. El último se llevó a René.
René fue nuestro vecino. El primer vecino holandés.
Mi mundo estaba dividido en dos partes. Una parte se hallaba entre las montañas de mi país natal. La otra estaba aquí, junto al Ijssel. Nunca quise que fuese de este modo. Pero no tuve elección. La elección se me escapó de las manos.
Vivo en una esquina. A la derecha no hay otras casas. René vivía a la izquierda. La primera vez que lo vi fue en el jardín trasero. Tiempo después este jardín sería casi el único lugar donde lo encontraba. Todos los recuerdos que tengo de él están relacionados con el jardín.
René desapareció con el último tren, pero su jardín existe todavía.

¡Cuándo ocurrió exactamente?
Ya no recuerdo las cosas con mucha precisión. Pero la primera vez que vi a René fue hace unos siete años, en marzo o abril.
Yo era un refugiado y me ofrecieron una casa. Nos acompañó una persona del ayuntamiento. Aunque el camino estaba al otro lado, nos llevó a lo largo del Ijssel, sobre el dique. Quería mostrarnos los alrededores de nuestra futura casa. Entramos en un sendero entre prados, donde había viejas granjas. Llegamos al barrio e inesperadamente nuestro guía se paró ante la puerta de la última casa.

Dejé mi maleta en la sala vacía y fui a mirar por la ventana. Detrás de la casa había un canal. No estaba acostumbrado a esa vista. Ahora tenía ante mí todo lo que nos había mostrado el hombre del ayuntamiento. Los prados verdes. Los tractores. Los almiares de heno cubiertos por un plástico negro. Las vacas que pastaban. El dique que desaparecía a lo lejos, detrás de los árboles. Y la gente que sacaba a pasear a sus perros.
Antes, cuando miraba por la ventana, veía montañas. Quise ir al jardín trasero, pero no supe con qué llave abrir. Me abrió la puerta nuestro guía. La hierba del jardín estaba crecida. Hasta ese momento todavía no había pisado la hierba holandesa.
Miré hacia el jardín de René, mi vecino. Lo primero que llamó mi atención fue su ciruelo. El árbol todavía no tenía frutos, no, pero al poco tiempo, ese verano, vería brillar al sol las ciruelas que colgaban de las ramas con sus colores mágicos, azul, negro y morado.
Unos días más tarde me encontré con René en el jardín. Era alto. Una cabeza más alto que yo. Tenía cuarenta y siete años y el pelo rubio. Yo tenía entonces treinta y tres y el pelo negro.
-¿Hola! -me saludó contento-. Parece que eres mi nuevo vecino.
En el centro de acogida había aprendido algo de neerlandés, pero todavía no podía hablarlo y charlar.
-Sí, sí -dije retrocediendo-. Soy el vecino.
La verja era baja y estaba en mal estado, pero no por ello dejaba de ser una separación. Primero pensé que René vivía solo, pero no era así. De vez en cuando aparecía una jovencita tras la ventana. Una jovencita de quince o diecisiete años.
Hubiera podido construir unas pocas frases:
"¿Quién es la chica que aparece de vez en cuando en la ventana?
"¿Es tu hija?"
"¿Por qué vives solo con tu hija?"
Pero no usé ninguna de esas frases. Yo no tenía nada que ver con su vida.
Pero tanto si mi curiosidad era normal o no, las preguntas no dejaban de surgir.
¿Tenía René esposa?
No lo sabía.
"¿Dónde está tu esposa?", hubiese podido preguntarle.
Pero no estaba bien. Eran preguntas que no se hacían. Se llega a saber todo de los vecinos o simplemente se deduce del entorno. No obstante, para obtener de ese modo respuestas a mis preguntas, los recursos de mi vocabulario eran todavía demasiado reducidos.
Nosotros éramos los recién llegados. Los extranjeros. Aún no nos asimilaban. Tendríamos que esperar largo tiempo antes de conocer los secretos del barrio.


Kader Abdolah: El viaje de las botellas vacías.

Diseño del cartel, Lucio Gat.

PETI JIMÉNEZ: "PRIMAVERA-PINCELADAS DE ESCULTURA"







sábado, 22 de enero de 2011

Cubicajes: Una exposición de Paco Macías

No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la perspectiva Nevski. Ella allí lo significa todo. ¡Con qué esplendor refulge esta calle, ornato de nuestra capital!... Yo sé que ni el más mísero de sus habitantes cambiaría por todos los bienes del mundo la perspectiva Nevski... No sólo el hombre de veinticinco años, de magníficos bigotes y levita maravillosamente confeccionada, sino también aquel de cuya barbilla surgen pelos blancos y cuya cabeza está tan pulida como una fuente de plata, se siente entusiasmado de la perspectiva Nevski. ¡En cuanto a las damas!... ¡Oh!... Para las damas, la perspectiva Nevski es todavía más agradable. ¿Y para quién no es ésta agradable?... Apenas entra uno en ella percibe olor a paseo. Aunque vaya uno preocupado por algún asunto importante e indispensable, es seguro que al llegar a ella se olvidan todos los asuntos.

Éste es el único lugar donde la gente se exhibe, sin sentirse acuciada por la necesidad o el interés comercial que abraza a todo Petersburgo. Diríase que el hombre que se encuentra en la perspectiva Nevski es menos egoísta que el de Morskaia, Gorojovaia, Liteinaia, Meschanskaia y demás calles, en las que la avaricia, el afán de lucro y la necesidad aparecen impresos en los rostros de los peatones y de los que la atraviesan al vuelo de sus berlinas u otros carruajes. La perspectiva Nevski es la principal vía de comunicación de Petersburgo; aquí el habitante del distrito de Petersburgski o de Viborgski, que desde hace años no visitaba a su amigo residente en Peski o en Moskovskaia Sastava, puede estar seguro de que lo encontrará sin falta. Ninguna guía ciudadana ni ninguna oficina de información podrían suministrar noticias tan exactas como puede hacerlo la perspectiva Nevski. ¡Oh, todopoderosa perspectiva Nevski!... ¡Única distracción del humilde en su paseo por Petersburgo! ¡Con qué pulcritud están barridas sus aceras y..., Dios mío..., cuántos pies han dejado en ellas sus huellas! La torpe bota del soldado retirado, bajo cuyo peso parece agrietarse el mismo granito; el zapatito diminuto y ligero como el humo de la joven dama, que vuelve su cabecita hacia los resplandecientes escaparates de los almacenes, como el girasol hacia el sol; el retumbante sable del teniente lleno de esperanzas que las araña al pasar..., ¡todo deja impreso sobre ellas el poder de su fuerza o de su debilidad! ¡Cuánta rápida fantasmagoría se forma en ellas tan sólo en el transcurso de un día! ¡Qué cambios sufren en veinticuatro horas!

Empecemos a considerarlas desde las primeras horas de la mañana, cuando todo Petersburgo huele a panes calientes y recién hechos, y está lleno de viejas con vestidos rotos y envueltas en capas, que asaltan primeramente las iglesias y después a los transeúntes compasivos. A esta hora la perspectiva Nevski está vacía: los robustos propietarios de los almacenes y sus comisionistas duermen todavía dentro de sus camisas de holanda o enjabonan sus nobles mejillas y beben su café; los mendigos se agolpan a las puertas de las confiterías, donde el adormilado Ganimedes que ayer volaba como una mosca portador del chocolate, ahora, sin corbata y con la escoba en la mano, barre, arrojándoles secos pirogi y otros restos de comida. Por las calles circula gente trabajadora; a veces, también mujiks rusos dirigiéndose apresurados a sus tareas y con las botas tan manchadas de cal, que ni siquiera toda el agua del canal de Ekaterininski, famoso por su limpieza, hubiera bastado para limpiarlas. A esta hora no es prudente que salgan las damas, pues al pueblo ruso le agrada usar tales expresiones, como seguramente no habrán oído nunca ni en el teatro. A veces, un adormilado funcionario la atraviesa con su cartera bajo el brazo, si se da el caso de que su camino al Ministerio pase por la perspectiva Nevski.

Decididamente, puede decirse que a esta hora, o sea hasta las doce del mediodía, la perspectiva Nevski no constituye objetivo para nadie, y sirve solamente como medio: poco a poco va llenándose de personas que por sus ocupaciones, preocupaciones y enojos no piensan para nada en ella. El mujik ruso habla de la grivna o de los siete groschi; los viejos y las viejas agitan las manos o hablan consigo mismos, a veces entre fuertes gesticulaciones; pero nadie los escucha ni se ríe de ellos, con excepción acaso de los muchachuelos de abigarradas batas que, llevando en las manos pares de zapatos o botellas vacías, corren por la perspectiva Nevski. A esta hora, aunque se hubiera usted puesto en la cabeza un cucurucho en lugar de un sombrero, aunque su cuello sobresaliera demasiado sobre su corbata, puede estar bien seguro de que nadie se fijará en ello.

Nikolai V. Gógol: La Perspectiva Nevski (Cuentos Peterburgueses)

Diseño del cartel: Paco Macías

PACO MACÍAS: CUBICAJES