domingo, 12 de diciembre de 2010


Desde el día en que Aranmanoth llegó a Lines, Orso le distinguió de cuantos le rodeaban. No sólo porque era su hijo -y él no lo dudaba-, sino porque conociendo su doble naturaleza, medio mágica, medio humana, sabía que debía cuidar de él con mayor atención.
Aranmanoth era una criatura más bien silenciosa. Apenas hablaba y, si esto ocurría, sólo lo hacía con su padre. Era un niño muy bello, alto -muy alto para su edad-, delgado y con grandes ojos azules, de un azul poco frecuente, parecidos a los cielos despejados de nubes después de la tormenta. Se rumoreaba, tanto entre los que le querían como entre los que le envidiaban, que el color de sus ojos era el gran azul que, en ciertos días de verano, se extiende sobre los trigales. Su mirada era limpia, cristalina, como el agua transparente de un manantial, y en ocasiones se le encontraba contemplando el cielo o a algún ave que lo atravesaba, y parecía -eso se decía- que entre el cielo y el niño existiera un pacto silencioso que les hacía brillar a ambos. Y además había en él algo, si cabe, aún más peculiar, algo que, por una parte, atraía y, por otra atemorizaba a cuantos le miraban. En los extremos, sus largos cabellos, mechón a mechón, se trenzaban de forma natural de manera que se asemejaban increíblemente a las espigas que inundaban los campos del verano. Nadie podía dejar de mirar sus cabellos. Se rumoreaba que eran espigas milagrosas, capaces de curar lo incurable, y algunos decían que sólo bastaba contemplarlos o rozarlos suavemente para que una extraña y bella calma se instalara en el corazón de cuantos se acercaban a él. Pero como suele suceder con todas las cosas inexplicables y bellas, Aranmanoth también causaba temor, un temor del que él apenas era consciente y que ni siquiera presentía puesto que, desde su llegada a la mansión del Señor de Lines, el niño se mostró ante todos como cualquier otro. Y poco a poco fue saliendo de su silencio: jugaba, reía, preguntaba y procuraba mezclarse con cuantas criaturas de su edad encontraba. Y de este modo, Aranmanoth jugaba con otros niños, se bañaba en el río y escuchaba sobrecogido, confundido entre los demás, las antiquísimas historias que la anciana Mengoa, junto al fuego, contaba durante las noches de invierno en su cabaña. Y oyéndola, Aranmanoth, como los demás, buscaba manos amigas, abría los ojos y encendía su imaginación -y acaso escuchaba lejanos ecos de un mundo que no atrinaba a emplazar en su memoria-. Luego regresaba a la casa y dormía plácidamente en el pequeño lecho que su padre había ordenado habilitar junto al suyo. Porque Orso desde el principio deseó que su hijo participara de casi todos los momentos en que distribuía su jornada. Aranmanoth le seguía allí donde iba, y recibía ansioso sus instrucciones y enseñanzas.
El niño estaba al lado de su padre cuando, a lo lejos, divisaron a la nueva prometida. Orso buscó los ojos azules de su hijo y le preguntó tembloroso:
-Aranmanoth, hijo mío, dime qué debo hacer.
Pero Aranmanoth no dijo nada.
Y Orso sintió alivio e inquietud ante el silencio de su hijo.
Era una tarde de otoño, cuando los bosques aparecen encendidos por el último sol. Rojos, dorados y de un suave castaño se extendían como un manto sobre la tierra.
Padre e hijo permanecieron inmóviles y en silencio mientras observaban cómo aquella niña se acercaba lentamente a su nueva casa. En ambos se había instalado una sobrecogedora emoción que les impedía hablar. Orso apretó entre la suya la pequeña mano de Aranmanoth y así estuvieron largo rato, intuyendo quizá, cada uno a su modo, que algo parecido a una despedida llegaba ahora hasta ellos.


Ana María Matute, 'Aranmanoth'
Diseño del cartel: Lucio Gat

MITOLOGÍAS: COLECTIVA.








sábado, 30 de octubre de 2010

Rodrigo Vázquez

Las voces de Daniel, el zagal que guardaba cabras en aquellas lomas cubiertas de lentisco y monte bajo, se las llevaba el viento de levante en sentido contrario al de su alocada carrera. Dando saltos, a punto de despeñarse, se dejaba caer, impulsado por una fuerza desconocida, desde las cimas de las suaves colinas que guarnecían Punta Carnero hasta la casa de Miguel Guilabert, colocada sobre el mar en un cortado. Las había visto mientras desayunaba una gruesa rebanada de pan moreno, queso de cabra fresco, un trozo de miel y agua de la fuente de Urate. Había llevado la piara de cabras, como otras veces , a la sombra del bosque de alcornoques centenarios. Amaba aquel lugar. Le gustaba trepar por las ramas de aquellos gigantes y, desde allí, contemplar las aguas del Estrecho. Solía quedarse dormido escuchando el trino de los pájaros y el rumor del viento en las hojas, acunado en una horquilla. Los árboles crecían sobre la ladera protegida del levante y descendían hasta un valle angosto que en invierno, recorrían las aguas de un arroyo que venía a morir en Cala Arena. Desde sus ramas más altas contemplaba, al poniente, el perfil de la torre del Fraile; las aguas del mar, al sur, y, más allá, las costas de Berbería. Al este, por Punta Europa, el extremo sur del Peñón se sumergía con suavidad en el mar tranquilo. Cuando vio en el horizonte, lejano y azul, los surtidores de espuma blanca, saltó del árbol como si se hubiera pinchado con las púas de una tuna. Corrió como un poseso, seguido de Mambo, el perrillo de aguas que le acompañaba en sus labores de pastoreo, hasta que alcanzó la estrecha vereda que conducía a la casa de Miguel. El camino, angosto y colgado sobre el mar, moría un poco más allá, en el destacamento militar, que hacía también de faro, en Punta Carnero. Brezos, palmitos y graznidos de gaviotas colgaban sobre el acantilado en cuyo fondo el batir del oleaje que creaba montañas de espuma blanca sobre los arrecifes.
Alcanzó por fin la puerta de la casa. Bajo la parra, ahora sin hojas, unos hombres tomaban el sol invernal que se filtraban a través de las ramas secas. Alguien hizo llegar al muchacho un botijo del que bebió con ansiedad. Las palabras le salían a borbotones de la boca, mezcladas con algún buche de agua. El grupo de hombres lo miraba entre risas y sabían, antes de que sus palabras fueran comprensibles, cuál era el motivo de la excitación del chiquillo. Cuando se tranquilizó y el corazón dejó de darle saltos en el pecho, las palbras comenzaron a tener sentido.
-¡Ballenas! ¡Ballenas! Una piara -la agitación cortaba las frases-. Acaban de pasar Punta Europa y, si siguen el rumbo, van a pasar no muy lejos de aquí. Las he visto desde el bosque que está en el cerro de la Humá. En menos de una hora estarán a tiro, no muy al sur de Punta Carnero, aguas adentro.


Mario L. Ocaña Torres, "Los Señores del Viento"
Diseño del cartel: Rodrigo Vázquez.

Nota: En esta ocasión, tengo que agradecer al autor del texto anterior su buena disposición a la publicación del mismo en este blog. Es la primera vez que tengo la oportunidad de consultar con su autor las notas literarias que inserto aquí.
Esta ocasión, en la que las obras que se cuelgan en la Tetería hacen referencia directa a la ciudad en la que estamos, merecía un pasaje en la que la ciudad fuera protagonista. Me he permitido irme a un paisaje de su entorno, uno que a muchos de los que vivimos aquí nos hace viajar con los sentidos cuando lo visitamos.

Rodrigo Vázquez: Dibujos de Algeciras.






sábado, 25 de septiembre de 2010

Paz Buñuel

Ignoro qué me impulsó a detenerme en el Paseo Marítimo. Lo cierto es que lo hice y de forma natural me interné en la playa, en medio de la oscuridad, en dirección a la morada del Quemado.
¿Qué esperaba encontrar allí?
Las voces me detuvieron cuando ya adivinaba la fortaleza de patines que emergía de la arena.
El Quemado tenía visitas.
Con extrema cautela, casi reptando, me aproximé; quienquiera que estuviera allí había preferido mantener la conversación en el exterior. Pronto pude distinguir dos manchas: el Quemado y su invitado estaban de espaldas a mí, sentados en la arena, mirando el mar.
El que llevaba la conversación era el otro: rápidas series de gruñidos de los cuales sólo pude atrapar palabras sueltas tales como "necesidad" y "valor".
No me atreví a acercarme más.
Entonces, tras un largo silencio, el viento cesó y cayó sobre la playa una especie de losa tibia.
Alguien, no sé cuál de los dos, de un modo ambiguo y despreocupado habló sobre una "apuesta", un "asunto olvidado". Luego se rió... Luego se levantó y caminó hacia la orilla del mar... Luego se volvió y dijo algo ininteligible.
Durante un instante -un instante de locura que me erizó los pelos- pensé que era Charly; su perfil, su manera de dejar caer la cabeza como si tuviera el cuello roto, sus enmudecimientos repentinos; el bueno de Charly salido de las sucias aguas del Mediterráneo para... aconsejar sibilinamente al Quemado. Una suerte de rigidez se extendió de mis brazos al resto del cuerpo mientras mi razón luchaba por recobrar el control. Lo que más deseaba en ese momento era largarme de allí. Entonces oí, como si la locura se fundamentara con la continuación del diálogo, la clase de consejos que el visitante del Quemado daba. "¿Cómo frenar la embestida?" "No te preocupes de la embestida; preocúpate de las bolsas." "¿Cómo evitar las bolsas?" "Mantén una doble línea; anula las penetraciones de los blindados; guarda siempre una reserva operativa."
¡Consejos para vencerme en el Tercer Reich!
¡Más concretamente, el Quemado estaba recibiendo instrucciones para contrarestar lo que veía inminente: la invasión de Rusia!


Roberto Bolaño, "El Tercer Reich"
Diseño del cartel: The Bloody Dirty Sanchez.

PAZ BUÑUEL: EL PERSONAJE Y EL MITO








domingo, 19 de septiembre de 2010

Urban Art: KoitoInter


No es fácil definir cuáles de las diferentes expresiones del urban-art merecen un hueco entre las categorías genéricas del arte. Sería una discusión inacabable, como aquélla en la que los obispos le concedían o no alma a la mujer... O como hablar del sexo de los ángeles... Lo que se ha venido conociendo como discusiones bizantinas...
Y claro que hablar de arte es algo que puede resultar prolijo, extenso... divertido, nunca bizantino.

En esta ocasión quiero viajar a Chile, desde donde mi amigo Sebas se trajo sus diseños directos serigrafiados en sus camisetas, como las que podéis ver en la siguiente entrada.
No hemos podido hacer una exposición en la Tetería en esta ocasión, por diferentes motivos. Pero espero que en su vuelta al hemisferio norte podamos mostrar sus nuevas creaciones. Que seguro impactarán como lo han hecho las que he podido ver esta temporada.

El segundo verano del 201o seguro que iluminará sus
creaciones!!
Podemos seguir informados en su web www.koitointer.com

Camisetas urbanas








viernes, 18 de junio de 2010

Superarte

Se despertó tarde, soñando que estaba otra vez en el alpende, con la lluvia cayéndole encima con un estruendo de catarata, y que la mujer desconocida, en pose de una actriz de cine de su colección, sentada en el pretil de la ventana y con la manta del director doblada en el regazo, esperaba que él acabase de subir, al mismo tiempo que le decía, Hubiera sido mejor que llamaras a la puerta principal, a lo que él, jadeando, respondía, No sabía que estabas aquí, y ella, Estoy siempre, nunca salgo, después parecía que iba a asomarse para ayudarlo a subir, pero de repente desapareció, el alpende desapareció con ella, sólo se quedó la lluvia, cayendo, cayendo sin parar sobre la silla del jefe de la Conservaduría General, donde don José se vio a sí mismo sentado. Le dolía un poco la cabeza pero no parecía que el enfriamiento se hubiese agravado. Por entre los paños de las cortinas se colaba una lámina finísima de luz grisácea, eso significaba que, al contrario de lo que creyera, no estaban completamente corridas. Nadie debe de haberse dado cuenta, pensó, y tenía razón, deslumbrante hasta más no poder es la luz de las estrellas, y no sólo la mayor parte se pierde en el espacio, sino que una simple neblina basta para tapar a nuestros ojos la luz que sobró. Un vecino del otro lado de la calle, aunque hubiese mirado por la ventana para ver cómo estaba el tiempo, pensaría que era un destello de la propia lluvia aquel hilo luminoso que ondulaba entre las gotas que se deslizaban por la cristalera.


José Saramago, Todos los nombres.
Fotografía, obra de Julio Mª Castilla Arocha.


(Hoy ha fallecido el escritor, y he decidido cambiar la entrada que tenía prevista)

jueves, 17 de junio de 2010

sábado, 17 de abril de 2010

Paco Galeote 'Intimidades Intimidadas'

'Después de una noche de sueños, la joven mujer se levantó de buen humor, casi ganada por la Bretaña, y se fue a la playa.
No le importó que el mar estuviese tan bajo. Caminó con los pies descalzos por la arena mojada. Se agachó para recoger musgo verde y con los dedos hizo restallar algas frescas.
No sabía que se podían tener relaciones así con el mar. Correr detrás de él. Antes corría tras la gente. Ahora tendría que dedicar sus esfuerzos a la naturaleza, a la escritura, las palabras, si lo lograba. Debería afrontar el viento, vestirse para bañarse. Toda una nueva moral, nuevos ritos. Estaba dispuesta a todo.
La joven mujer caminaba por una especie de desierto ventoso. Colores de Gauguin sin naranja, sin amarillo. Se había puesto una chaqueta color arena como para confundirse con el paisaje. De pronto tuvo ganas de sentarse. Encontró una roca, se quitó la chaqueta, buscó una piedra para que no se la llevara el viento. Las gaviotas caminaban como patos sobre la arena. Le costó encontrar la piedra.
-Ha elegido usted bien el momento de venir. Es la época de las grandes mareas.
Reconoció inmediatamente la voz. Apareciendo en el desierto como un diablo salido de su caja, el señor mayor se le acercaba. Llevaba un cazamariposas, un cubo. Su perro le seguía encantado de la vida.
-Voy a coger berberechos. ¿Le apetecería?
-No, gracias. Me quedaré aquí.
-Tenga cuidado. El mar sube más deprisa de lo que se piensa. Podría sorprenderla.

Monique Lange, 'Las casetas de baño'

Diseño del cartel: Paco Galeote.

'Intimidades Intimidadas', obra expuesta